martes, marzo 20, 2007

Ahora que soy Capitalista

Así es el carbón de la punta de este lápiz, mañosa, sucia, suciamente bella, complaciente, sumisa a todos mis excesos. Yo, yo al frente de la empresa más complicada, la más compleja que he conocido en este desconocimiento de mi propia persona.

La única empresa en la que el dueño soy yo, donde trabaja un gerente general que además de presumir mi nombre, presume también de de tener mi historia; a cargo del único trabajador que aquí labora, un hombre muy oscuro y de extraños rasgos de murciélago, un obrero que presume de sentirlo todo con mis ojos y de escribirlo todo con mi pluma y mis letras.

¿La empresa?, si, “mi propia vida”: aquí se llora ocho horas diarias como mínimo, sin hora de comida, ni comodidades, ni incapacidades o permisos. Se checa muy temprano y de cuando en vez; por las noches, hay que asistir a llamadas urgentes del corazón. Se almacena el dolor, las mentiras, las promesas, las heridas, los litros de sangre, la nostalgia, la melancolía y la angustia en la bóveda de la autoestima, se lavan a diario los recuerdos, con las saladas gotas que escurren por la fachada de la empresa. Se desarruga el pasado con el calor de los alaridos, se riegan las cicatrices con las esperanzas perdidas y se cocinan en un lugar aparte las ilusiones.

Aquí se bombean cantidades enormes de sangre, pues la probabilidad de que se seque el inmueble es cada vez más alta. Se reciclan las lagrimas de la mañana, pues siempre se reocupan en las interminables noches, en los obligados turnos nocturnos que no se remuneran. Todos y cada uno de los días hay que construir pilares para el sostén del edificio, pues son sus muros cada vez más débiles por las perennes sacudidas.

Además de todas y cada una de las labores descritas, es ponderable e imperante que: en algunas ocasiones de la semana, se convoque a incansables juntas, donde se discute (casi siempre melancólicamente), la forma en la que se han de tatuar las hojas con las interminables manchas de tinta.

Desde la manchas de tinta, el mortal golpe de la indiferencia

Tzinacantli

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